Un viejo tropero decíale siempre a su hijo:
-Hijo mío, has nacido gaucho como
tu padre y tu abuelo. Debes ser también, como ellos, un buen tropero... Sí,
tropero... que es oficio de gaucho guapo y de ley. De día, silbando, silbando,
se lleva la tropa de aquí para allá; de noche, cantando y mirando hacia el
cielo, se cuida el ganado bajo las estrellas.
Pero al hijo no le gustaba el
trabajo, y menos aún el oficio que su padre le daba.
Y el padre, empeñado en que su
hijo fuera tropero como él, trataba de hacerlo entrar en razón con consejos
unas veces, con castigos otras. Pero todo resultaba inútil: el hijo no cedía.
No le gustaba la ocupación, y si alguna vez acompañaba a su padre, lo hacía con
gran desgano y con mayor disgusto.
Sucedió que una tarde, padre e
hijo iban arreando una tropa y tuvieron que vadear un río de torrentosa
corriente.
Llegados a un paso muy hondo,
los animales comenzaron a dispersarse. El viejo tropero ordenó a su hijo que
impidiese el desbande.
Tan mal cumplió el hijo la orden
del padre, que éste decidió hacerlo por sí mismo. Internó su caballo en la
hondura del río, y como allí había un remolino, la fuerza del agua lo arrastró
bien pronto. No pudiendo nadar porque la resaca y la espuma lo envolvían, murió
ahogado el viejo tropero.
Lloró el hijo la muerte de su
padre. Consideróse culpable de ella y comenzó a sentir un arrepentimiento
profundo y un pesar muy grande.
Queriendo tranquilizar su
conciencia y pagar el mal que había hecho, decidió hacerse tropero. Así creía
poder consolarse de la pena que lo embargaba.
El muchacho se hizo tropero. Comenzó a encariñarse con el oficio;
trabajaba en él con alegre afán.
Silbaba de día mientras arreaba
la tropa; o haciendo la ronda, cantaba de noche "mirando hacia el
cielo".
El silbido del tropero era más
bien el suspiro de una alma que espera consuelo para su pesar.
Pero el consuelo no llegó nunca;
y la calma del joven tropero se convirtió en tormento.
-¡Pobre padre! -pensaba- ¡No se
cumplirán nunca sus deseos de hacer a su hijo un gaucho tropero!...
Agobiado por el dolor y el
arrepentimiento, confióle al fin su tristeza a un amigo, diciéndole:
-La pena me tortura y no puedo
resistirla. Pronto he de morir. Cuando mis huesos queden libres, arrójalos uno
a uno a los pasos o vados de los ríos y arroyos por donde he pasado cuando
acompañaba a mi padre, con gran desprecio del trabajo y mala voluntad para
cumplirlo.
Prometióle el noble amigo
satisfacer su pedido, y después de un
tiempo, así lo hizo.
Dicen que el agua fue gastando poco a poco los huesos del tropero
arrepentido, y que después de largos años, fueron esos huesos tomando la forma
de huevos.
Dicen también que de cada uno de
esos huevos nació un pajarito.
Ese pajarito es el chingolo.
Anda a saltitos para recordarnos que aquel hijo que no amaba el trabajo y que
desobedeció a su padre, no pudo llegar a ser feliz.
Silba cuando canta, porque el
tropero silba y canta de día y de noche azuzando la tropa en la soledad de los
campos.